miércoles, octubre 03, 2007

Cosas que nunca pasan.

Pero que se piensan. Que se atesoran. Que se planean durante horas. En la cabeza. En la boca del estómago. En lugares como este.

Sólo tienen una desventaja. Las cosas que nunca pasan. Sólo una. El nudo. El nudo de incertidumbre que se te agarra y que no se suelta así como así. No se suelta. No.

Y eso que nunca pasa se acaba convirtiendo en nudo, en fantasma, en sombras al acecho. Una. Dos. Mil. Un millón y medio.

Como los indios en el oeste. Entre las rocas. Sin hacer ruido. Con el arco preparado para dispararte el recuerdo en medio de la frente. Cuando menos te lo esperas. Cuando te has olvidado del fantasma. Cuando el nudo está casi deshecho. Cuando estás confiado, acalorado y bajas del caballo sólo un momento para beber agua. Porque te mueres de sed. Y hace mucho calor. Uf. Mucho calor.

Y te confías. Casi hasta lo olvidas. Porque tienes sed. Que estás en medio del oeste con montones de apaches vigilándote desde las alturas. Uno. Dos. Un millón y medio. Las cosas que nunca pasan. Las que se te agarran en el estómago. Esas.

Y entonces. Justo en el primer trago. El disparo. Un apache. Directo a la cabeza. Y después otra vez el calor. Y el miedo. El miedo que te recuerda la sombra al acecho. El fantasma. El miedo apache. El nudo que se tensa y la sangre que te golpea ahí dentro. Una y otra vez. Una, dos, mil. Un millón y medio.

Las cosas que nunca pasan. Vivir siempre en territorio apache. Sin poder bajarte del caballo. Donde nunca pasa nada.

O quizá sí...