viernes, diciembre 29, 2006

Había una vez una mujer pequeñita que se pintaba de rojo las uñas de los pies y gustaba de bailar, un dos tres, cuando no la miraba nadie; y comer mandarinas a cámara lenta, separando con mucho cuidado la piel de los granitos de dentro.

Y había también un hombre muy alto, un hombre de nariz aguileña, que se movía tan rápido que parecía estar siempre quieto y llevaba permanentemente colgado del hombro, un viejo bolso de cuero.

Y sucedió un día que el hombre alto y su bolso de cuero llegaron a un parque, y sin darse ni cuenta entraron a una placita con tres árboles, dos farolas, un banco de piedra y una mujer pequeñita que bailaba, un, dos, tres, creyendo que no la miraba nadie. Y allí fue donde el hombre de nariz aguileña vió por primera vez bailar a la mujer pequeñita, que daba saltitos cortos, un dos tres, confiada porque nadie la veía. Y el hombre alto envidió sus saltos, se tocó suavemente la nariz aguileña y casi sin moverse, se colocó tras la mujer pequeñita para bailar con ella. Siguiendo tan rápido sus pasos, que los pies apenas se le veían.

Y bailaron y bailaron, un dos tres, el hombre alto tan rápido, que parecía estar siempre quieto, y la mujer pequeñita con los ojos cerrados, convencida de que nadie la veía.

Y fue así que sucedió, que un día los dos se encontraron, bueno, que el hombre alto encontró a la mujer pequeñita, pero todo pasó así, de improviso. Y también sucedió que aquella primera vez se separaron, que sus propios pasos los fueron alejando uno del otro sin que el hombre alto hubiese dicho absolutamente nada y sin que la mujer pequeñita supiera que había estado bailando, un dos tres, mientras alguien la veía...


ete

1 comentario:

MN dijo...

Me ha parecido una belleza. Me va a costar olvidarla.